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Las sanadoras de almas





Armadas en principio con un frasquito color ámbar, un grupo de mujeres de Ciudad Juárez han hecho lo impensable: infundir
un poco de vida y tranquilidad a una ciudad que se tornó inclemente cementerio, con una delegación de violencia y dolor en
cada esquina. Una dosis de cinco gotas de esencia floral diluidas en medio vaso con agua cada ocho horas, con eso empezó
todo. A partir de ahí creció un movimiento espontáneo, efectivo, que llevó un poco de alivio emocional a quien se había visto
impactado por el desastre. Esas mujeres se convirtieron en algo inusual: una guerrilla de sanación. Esta y otras historias
forman parte del libro Entre las cenizas. Historias de vida en tiempos de muerte, un proyecto de la Red de Periodistas de a
Pie que impulsa un periodismo de esperanza, de construcción de paz. Con autorización de la red, reproducimos a continuación
uno de sus capítulos.


Por Luis Guillermo Hernández
Cuando escuchó decir alsacerdote, por la televisión, que muchos juarenses necesitaban ayuda para superar sus crisis nerviosas, su duelo,
el temor a las balaceras constantes y sucesivas, Dora Dávila no sospechó que pronto su terapia floral, las “gotitas contra el miedo” en las
cuales creía, habría de sumarse a un pelotón de mujeres y hombres decididos que saldrían a sanar almas a la ciudad de la muerte.
Muchos meses llevaba atestiguando un desconsuelo masivo en las calles del antiguo Paso del Norte, sin siquiera tener una expectativa
concreta más allá de concluir un curso para realizar tratamientos terapéuticos alternativos, que un grupo de 15 mujeres, proveniente de
distintas zonas de la ciudad, había comenzado recientemente en Sabic, la asociación civil Salud y Bienestar Comunitario, a la que ella se
había sumado como directiva poco tiempo antes.
Quizá fueron los 3 mil 111 homicidios de ese año 2010, que rasguñaron un promedio de casi nueve al día en toda la ciudad, o su propio
miedo, su pasmo de habitante atrapada en la ciudad más violenta de México. Quizá algo en la voz, en las palabras urgentes delsacerdote
Alberto Meléndez, vicario de la modesta parroquia de Santo Toribio de Mogrovejo, que esa noche retumbaron sonoras en un punto de
la conciencia de esa mujer:
—Viene mucha, mucha gente a pedirnos ayuda, muchas familias que han perdido un hijo, al esposo… la gente está sufriendo mucho,
mucho… nosotros necesitamos ayudarlos.
Elsacerdote hablaba por miles de habitantes silenciosos, en una ciudad jolgorio que devino cementerio. Sede internacional de los
feminicidios, de la impunidad, de la lucha sin fin entre los cárteles de la droga más sanguinarios del país, el territorio de la viudez como
estado civil, cada vez más común, donde el ejército y las fuerzas policiacas federales, que llegaron a significar hasta 12 mil efectivos
juntos en una sola temporada, fuertemente armados patrullaban, vigilaban y cernían el miedo a ras de cuello en la única zona que
disputaba el título de mayor cementerio del mundo en guerra a la devastada Irak.
Dora, una mujer de 50 y tantos, cuya voz de ventisca evoca el tono de ciertas enfermeras consagradas, de manos hábiles como jardinera,
ojos ávidos, marrones como el armazón de sus lentes, la boca un trazo tenue, el pelo entrecano, muy lacio, se decidió esa noche a marcar
el teléfono y pedir una cita con el cura.
—Tenemos esto, padre, danos chanza de abrir aquí un centro de atención—dijo ella.
En sus manos un frasco diminuto, ámbar, con la síntesis de su propuesta: terapia floral, una esperanza en extracto de 30 mililitros
macerada alsol, diluida en alcohol o brandy, serenada pacientemente por días y dispuesta para el alivio de quien sufre de las emociones
alteradas.
Dora tenía una corazonada: contaba con 15 pares de manos de mujeres dispuestas a ayudar, capacitadas en ese tipo de tratamiento y
con la certeza de que en la esencia de las flores podía encontrarse alguna respuesta

—Son terapias que concentran la fuerza vibracional de las flores para la sanación emocional—dijo Dora como única explicación al
sacerdote Meléndez, quien para el domingo siguiente, después delsermón de mediodía, ya estaba avisando a los asistentes que las
mujeres de Sabic iban a ofrecer una plática.
—Apoyo terapéutico —le llamó el clérigo— para todas aquellas personas que tuvieran problemas emocionales y quisieran
escuchar.
De la feligresía, unas 30 personas se quedaron en el atrio de la iglesia, un patio amplio, soleado, con un par de árboles que sombrean
poquito por la tarde, cuyo arenal contiguo, con apenas verdes, parece fundirse con el amarillo de la torre del campanario, brillante,
chillón, justo al centro de la colonia Toribio García, en el norte populoso de la ciudad.
Las mujeres de Sabic les hablaron del poder curativo de las flores, de la energía que guarda la tierra del campo, del poder sintetizador de
los rayos delsol, de un camino alternativo para encontrar la paz interna en medio de la guerra y la muerte.
Al mismo tiempo que ofrecían sus remedios, conocían las historias, muy similares, de sus primeras pacientes:mujeres, jóvenes muchas
de ellas, agotadas por recurrentes y sucesivas crisis nerviosas, insomnes, cargadas con duelos no elaborados, con
alteraciones de personalidad producto de la violencia desatada. O adolescentes, algunas casi niñas, pero ya viudas y con
fuertes problemas de gastritis, de hipertensión, incluso úlceras sangrantes. Y todas, sin excepción alguna, abatidas por huracanes
de angustia, enojo o estrés.
—Nos dimos cuenta de que el problema era muy, muy grave. Llegaban mujeres, incluso niños, expuestos a la violencia —recordó Dora
cuando hizo un recuento de ese tiempo.
A la que no le habían asesinado al esposo delante de sus hijos pequeños para despojarlo de su camioneta, le habían descuartizado al
papá por dedicarse al narcomenudeo. A la que no había perdido todo su patrimonio a manos de los financieros del crimen organizado, le
habían casi matado al hijo por resistirse a pagar protección. La que no contaba una historia de amenaza, la contaba de violación, de secuestro, de golpes, de balaceras, de asaltos en plena madrugada al pie de su propia cama. Vidas al borde del extremo peligro y ante la
inminencia de la muerte.
Armadas con pequeñas cajitas contenedoras de frascos con goteros, pero principalmente con una gran pa ciencia y disposición para
escuchar historias de vida, unas más terribles que otras, las mujeres de Sabic atendieron, entre el primero y los tres domingos siguientes, a
más de 700 vecinas de la colonia Toribio García.
—Eran demasiadas tragedias, demasiado sufrimiento de la gente —recuerda Dora—, pensamos que esto podía ayudar,
¿verdad? Aunque fuera un poco, ayudar a sanar toda esa angustia.
Cada sesión, más extenuante, más prolongada e intensa que la anterior, detonaba en los colonos mayores expectativas casi de inmediato:
significaba, en muchos de los casos, la única posibilidad de ayuda para miles de personas sin acceso a servicios médicos, a especialistas
en la devastación espiritual, moral, anímica, que sacudió a la ciudad.
Si es cierto, como dicen los expertos, que una tragedia puede tocar aproximadamente a 200 personas que de una u otra manera se
relacionan con la víctima, en Juárez, que entre 2006 y 2012 presenció el asesinato de casi 10 mil personas, ese universo fácilmente habría
alcanzado los 2 millones de almas, casi 700 mil más de las que registra el censo poblacional del año 2010. Un cementerio emocional.
Aunado a ello, autoexiliados por el temor a los secuestros o desalentados por la caída de los salarios, producto del éxodo masivo de
capitales y el desplome de la economía juarense, muchos médicos y especialistas clínicos, entre ellos la mayoría de los psicólogos, habían
terminado por huir a El Paso, en Texas, o a ot